Palabras de Vida y Amor


Tentaciones de Jesús

Domingo, Marzo 09 de 2014 (Mateo 4,1-11)
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Fragmento de "El Evangelio como me fue revelado" – "Poema de El Hombre Dios" (María Valtorta)

Jesús: “Sed todos benditos en este adiós, e invoco del Padre la recompensa para quienes consolaron al Hijo del hombre en su doloroso camino. Bendita sea la Raza humana en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia Mí. Bendita la Tierra con su hierba y sus flores, con sus frutos que deleitaron mi paladar y me dieron fuerzas. Bendita la Tierra con su agua y sus encantos, por sus pajarillos y animales que muchas veces fueron mejores que el hombre en consolar al Hijo del hombre. ¡Bendito, tú, sol, y tú mar, y benditos vosotros, montes, llanuras! ¡Benditas vosotras, estrellas, que fuisteis mis compañeras en mis horas de oración y dolor! ¡Tú, luna, que me alumbraste cuando caminaba cual peregrino en busca de almas, a quienes evangelizar! ¡Sed benditas todas, todas vosotras criaturas, obras de mi Padre, compañeras mías en esta hora mortal, amigas de quien dejó el Cielo para arrancar de la Raza humana los cardos de la Culpa que separa a Dios! ¡Sed benditos también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, clavos, madero, cuerdas trenzadas porque me ayudasteis a cumplir la voluntad de mi Padre!”.

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POR QUÉ QUIERO EVANGELIZAR


¿Por qué quiero evangelizar, anunciar la Buena Nueva del Reino, dedicarme a la propagación de la FE hasta los confines de la tierra? ¿Por qué quiero predicar el Evangelio de Jesús de Nazaret, consagrar toda mi vida a la oración y ministerio de la Palabra? ¿Por qué, para qué la evangelización?

Porque quiero colaborar con toda mi mente, corazón y fuerzas y de la forma más eficaz a la Redención y liberación de todos los hombres. Quiero que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Que todos puedan verse libres de toda esclavitud.

Porque quiero comunicar esta "buena noticia a los pobr­es, anun­ciar la libertad a los cautivos y dar la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gra­cia del Señor" (Is 61,1-2). "Para hacer que los cojos anden, los lepro­sos queden limpios, los sordos oigan y los muertos resu­citen" (Mt 11,5).

Porque ansío cambiar el odio en amor, la tristeza en gozo, la angustia y desesperación en optimismo y esperanza, la enferme­dad y muerte en vida y resurrec­ción.

Porque anhelo ver amanecer una luz radiante en tantos ros­tros sombríos, en tantas vidas apagadas, en tantos corazones lúgubres, en tantos pueblos que yacen en las tinieblas y sombras de muerte.

Porque me apremia poner en movimiento a tantas vidas parali­zadas, sin rumbo ni sentido, ni ansias de vivir; aburridas y aletargadas, entre dudas y sospec­has, incertidumbres e indeci­siones, vacíos y complejos, que las quiebran y atrofian para siempre.

Porque añoro calor de hogar en tantas familias, en las que acampa más bien un aire frío de cementerio, casi sin el rescoldo del amor e intimidad, del afecto y cariño, de la espon­tanei­dad y alegría fecunda y creadora.

Me interesa y fascina anunciar la Buena Nueva del Reino, Reino de paz y justicia, Reino de Vida y Amor, para atajar la guerra sin tregua de las distintas naci­ones y razas, de un con­tinente contra otro, entre las distintas naciones y razas, y detener la lucha f­ratricida de los hermanos entre sí y de los hijos contra los padres.

Me urge hacer llegar el Evangelio hasta los confines de la tierra para romper las cadenas de tantos esclavos, levantar las losas que aplastan a tantos oprimidos, desatar las vendas que bloquean y eclipsan la mente de tantos desnutridos de pan, de cultura y de fe.

Quiero correr a desatar la soga de millones y millones de jóvenes que, en una desesperación como contagiosa, se alienan en busca de un suicidio colectivo.

Quiero inyectar vida con mi sangre propia, a los que en este- como delirio- renuncian a vivir y se sepultan en vida. Y a todos, con la voz potente del Evangelio gritarles: "Joven, levántate" (Lc 7,14).

No puedo cesar de proclamar la Buena Nueva de liberación, para salvar a los millones de niños cuyas vidas veo romper y desinte­grar apenas abren los ojos a la luz, o en el seno mismo de sus madres.

Quisiera impedir la igualmente certísima desesperación y soledad de infierno de las mismas madres, inconscientes ahora, de la monstruosidad de su pecado.

Quisiera también evitar la denigrante depreciación, a nivel de estorbo y basura, con que muchos hijos apartan y marginan el amor entrañab­le de sus propios padres y abuelos. Y devol­ver el gozo y la aleg­ría a los que se sienten abandonados y como mal­ditos por sus propios hijos.

Me inquieta y empuja el deseo de que brille el Evangelio sobre la situación crítica de tantas vidas confusas y desconcer­tadas, sin ningún rayo de luz que cruce su horizonte.

El riesgo mortal de sus pasos inciertos y temera­rios, sin ideal que les rija, sólo a merced de una sociedad amor­fa y sin espíritu, que les hace tambalear y despeñarse en el va­cío de su inanición, sin camino, sin entender el por qué y el cómo de su exis­tir, de su nacer y morir.

Me interesa llegar con el alba, al niño en su mismo germen de vida, en el propio seno materno, para protegerlo y abrigarlo con el calor que requiere y con que el Evangelio lo cuida y dig­nifi­ca, al que anhelo ver renacer y ofrecerle el caudal de gracia co­rres­pondi­ente a su dignidad de sacer­do­te, profeta y rey y que Jesús le adquirió con su sangre. Toda la riqueza del Reino, Bienaventuranzas, que a todos promete y llama.

Me preocupa y ocupa, su normal crecimiento y desarrollo, su educación y perfeccionamiento en el clima propio del amor, im­prescin­dible para su adecuada gestación y nacimiento. Para que sea con­forme y no deforme, para que nazca hombre y no monstruo y que se exprese como normal y no subnormal o anormal. Para que no muera en el frío de la orfan­dad y del abandono en vida de sus mismos padres y pueda sentir su caricia suave y ca­liente de ellos sin que le asfixien y estrangulen.

Que desde el primer momento de su existencia encuentre el ambiente caldeado y no quede entumecido en puro feto al fallarle el calor de hogar, clima único que permite el crecimiento y desa­rrollo propio del hombre formalmente considerado.

Que el niño pueda abrir y desplegar más y más su vida como semilla lozana, sin contratiempos, que la tronchen. Que desarro­lle y dilate en plenitud su capacidad afectiva y creadora de darse, de comunicarse y sonreír, en un diálogo de cariño y amor recípro­co y mutuo con todos.

Me interesa desplegar la panorámica de la Buena Nueva ante la mirada expectante del adolescente, en la aurora de su vida, cuando va en busca de luz y de ver­dad, como el empuje y timidez de un paisaje que se asoma, pidiendo los destellos y el calor del sol. Es como un puñado de semillas que se abre a sementeras sin límit­es ni horizontes.

Y se me escapa de mi garganta el grito de Evangelio hacia esa juventud, hoy adormecida y mustia, como agostada en pleno abril, sin ideal ni casi capacidad de iniciativa, sin confianza en sí misma, como un ciego en la encrucijada, en busca de apoyo y de un peda­zo de pan.

Su corazón, más bien desnutrido que enfermo, ofrece un aspecto anémico y triste, bajo una máscara de indiferencia, de hartura y de rechazo a todo intento emprendedor y de esperanza. Sus vidas, como invertebrados, se doblegan sin nervio y se dejan caer bajo la inercia de su ininterrumpida frustración y desengaño.

Y me apasiona brindar el Evangelio vivo, crudo, al natural, a esos otros grupos de juventud inquieta y rebelde, insatisfecha e inconformista, que protesta y se encara, con todo, para pueda empuñar con las dos manos la espada de la Verdad por defe­n­sa y armadura.

Hendir en su pecho desafiante "la Pala­bra de Dios, viva y enérgica, más tajante que una espada de dos filos que penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, órganos y médula y que juzga sentimientos y pensamientos" (Hb 4,12).

Esa juventud indefensa y a la deriva, que es presa de quien primero llega y la alcanza, y que hacia una u otra dirección abre brecha y marca su huella para generaciones. Dando vida o matando, sembrando el odio o el amor. Dejando a su paso un hogar o un sepulcro, una vida o un infierno.

Considero inaplazable poner en sus manos las armas de la Fe y adiestrarle con más práctica que teoría, con más testimonio que palabras, con la autenticidad que pide la juventud de hoy, con el ejercicio de un amor fraterno hasta dar la vida y derramar la sangre por todos los hombres por igual, abrir ante sus ojos y en mi propia carne el Reino de amor, de justicia y de paz que Jesús vino a traer a la tierra.

El mundo tiene que ser mucho mejor, mucho más de acuerdo con el proyecto original y eterno de Dios, que "vio que todo era bue­no" (Gen 1,31). Puede y debe renovarse la faz de la tierra con la fuerza del Espíritu de Cristo y su Evangelio.

Está por nacer un paisaje bello, unos horizontes radiantes de luz y de esperanza, unos cielos nuevos y una tierra nueva, cuando llegue a esa juventud la Buena Nueva que info­rme sus vi­das. Y creo sinceramente que no es fantasía ni contemplación lejana el ver blanquear las mieses para la siega.

No es difícil conseguir que la juventud de hoy se aboque hacia el Bien y la Verdad con mayor ímpetu que hacia cualquier otra presa inferior. Como siempre, es altruista. Y ciertamente, bajo la densa o sutil capa de ceniza que se quiera, tiene latentes las brasas del odio o del amor, del hombre viejo y del nuevo.

En el fondo puede prender en cualquier momento la llama del amor universal que Jesús vino a prender a la tierra con el deseo de que ardiera toda. Ante la clarividencia del Evangelio hecho vida, o de una vida bien poseída por el Evangelio de Jesús, despierta con todo su brío y gener­osidad el joven de hoy, bien capaz de orient­ar toda su pasión a forjar de las espa­das azadones, y de las lanzas podade­ras y de cambiar en amor fraterno, que abr­ase a la tierra, todo el fuego que apasiona y dinamiza su vida.

Solamente el Evangelio de Jesús posee la fuerza y poder necesarios para transformar la miseria que hoy corrompe esos ambientes, en energía generadora de vida sobreabundante.

Sé que con el Evangelio penetrará la luz del día en muchos hoga­res, convertidos hoy en noches de luto. El refrán: "Donde entra el sol no entra el médico", puede tener sus fallos y excepciones. Pero se verían libres de un sinnúmero de enfermedades provocadas por la muerte del amor, los hogares y ambientes en donde pudiera entrar la luz del Evangelio de Jesús sin adulterar, sin traicionar su esencia, su poder curativo y liberador.

Sería la redención plena y radical de la primera célula vital de la humanidad, el matrimonio cristiano. Con la aplicación de vida de la virtud del Evangelio, muchos esposos sentirían renacer su amor, paz y alegría entre sus muros.

Recrearían sus corazones y semblantes, donde sus hijos pudieran des­cubrir más autenticidad, con un futuro menos incierto y más prom­e­tedor.

Como "nuevos brotes de olivo en torno a su mesa serían sus hijos" (Sal 128,3) y "rebosarían sus corazones de más aleg­ría que cuando abun­dan el trigo y el mosto" (Sal 4,8).

La panorámica sin límites de su existencia gozosa, proyec­tada por el Evangelio, se extendería a generaciones como las estrellas del cielo y las arenas del mar.

El mundo sería un mundo limpio y puro, y el cosmos sería bello, hermoso, porque Dios lo creó y lo "vio bueno" (Gen 1,31) y el Evangelio lo hace rena­cer, "lo reconstruye, reedifica y replanta".

El mundo sería un mundo limpio y puro, y el cosmos sería bello, hermoso, porque Dios lo creó y lo "vio bueno" (Gen 1,31) y el Evangelio lo hace rena­cer, "lo reconstruye, reedifica y replanta.

Puede "revestir de nervios, de carne y de piel a los huesos secos esparcidos por la tierra" (Ez 37), hace germinar los desiertos, da fecundidad a la tierra y colma de bienes al pobre.

"Decid a Juan que los ciegos ven, los cojos andan, que los le­prosos quedan limpios, que los muertos resucitan, que se evangeliza a los pobres, que se anuncia un año de gracia" (Mt 11,4).

Soy plenamente consciente de que todo cuanto he ido apuntando sobre el por qué de la evangelización, sonará a música celestial para cuantos han abandonado el camino de la fe, aunque en teoría y ante la gente aparezcan como sus mejores líderes.

Con una carcajada decepcionante o sonrisa irónica de compasión quisieron borrar este Evangelio vivo, todos los que un día emprendieron la tarea de evangelizar, no guiados por la fe, sino pendientes de la opinión del mundo y con la inútil y engañosa preocupación de acomodarse al mismo.

Desde su inevitable fracaso y hundidos en su derrotismo pudieron también tomar como un antídoto o estupefaciente, como alienación o autoengaño, el encubrir la realidad cruda con teorías bonitas y con proyectos y planes apostólicos que no inciden normalmente en la ruta de actual generación.

Puede, pero, que en ello entretengan y maten sus horas, tanto el más radical integrista como el pastoralista más avanzado, siempre que sus grandes esfuerzos se viertan más sobre el papel y a distancia de la realidad existencial, o del seguimiento fiel de Jesús.

No expreso tampoco teorías para contentar el absurdo y co­bardía de poner la cabeza bajo el ala, para no ver el temporal en que se debate hoy la nave de la Iglesia, en sí mis­ma, en la calle, en la masa popular, así como en sus seminarios y universidades.

Todo lo contrario, es un desafío sólo en nombre y con el poder de Jesús de Nazaret, con las obras y los hechos, al oleaje que embiste con todas sus fuerzas a la roca inconmovible de Pedro, desde la que no tememos los vientos huracanados ni los cataclis­mos más enconados y desconcertantes, aunque procedan del interior mismo de la Iglesia.

Sin agarrarme así al integrismo, ni al progresismo, pero sí al Vicario de Cristo de siempre, hoy Juan Pablo II; sin an­gelis­mos, ni fanatismos, sin evasiones, ni pretensión alguna de lide­razgo, ni ortodoxia de antaño o privilegio de grupo confir­mado en la ver­dad, sino sencillamente con la garantía única de la senci­llez evan­gélica, sin más aparato que una obediencia activa y respon­sable a Dios y a su Iglesia de Roma. Al estilo y con la ayuda de Nuestra Madre, la Virgen, abier­tos al Espíritu, a los hombres todos y a los signos de los tiem­pos.

Dispuestos a avanzar, haciendo camino al andar y esperando el aumento de talentos, a medida que arriesguemos y pon­gamos en juego los pocos o muchos que cada uno posee.

Cuanto voy exponiendo, no es propiamente un plan para el futuro o un proyecto bonito, para consuelo de tontos en esta hora crítica, como es la actual. Ni para indignación de los que quisieran ver coincidir la quiebra de su fe y de su vida pers­onal, con un fracaso de toda la Igle­sia, sino simplemente la constatación de una praxis de evangeli­zación, hoy en los distintos continentes y razas, sobre todo de cara a la juve­ntud de los más diversos ámbitos, estamen­tos y culturas.

Por esto, puedo decir sin temor alguno de presunción, ni de teorías abstractas o vanas, sino desde la praxis misma de la evan­gelización, que evangelizar es para mí un deber y un dere­cho, un gozo y una dedicación plena ya irreversible, imposible de aban­donar.

Como me es imposible renunciar a vivir y a que todos mis hermanos tengan vida y la tengan sobreabundante, dejarlo de la mano me supondría la más negra ingra­titud y deslealtad para con mi buen Dios, una traición y renuncia a mi voca­ción de cris­tiano, un fratricidio para con mis hermanos y un asesinato cons­ciente y voluntario a toda la humani­dad. Sería mi mayor falta de amor y "quien no ama es un asesino y permanece en la muerte" (1 Jn 3,15).

No evangelizar equivaldría a enterrar los talentos que, para mí y para todos, me confía Dios, usurpar el pan temporal y eterno de millones de hermanos, hacerme cómplice voluntario de la miseria, desnutrición, incultura y muerte de la mayor parte de los hombres sobre la tierra.

No puedo, con la llave en el bolsillo, no intentar con todas mis fuerzas, liberar de la opresión y sacar de la esclavi­tud, de la angustia mortal y vital, a multitud de generaciones de quienes me siento vivamente hermano y amigo, como Jesús me llama y me considera a mí, repitiéndomelo personalmente todos los días.

Cuanto acabo de decir sobre el por qué de la evangelización, quisiera que se tomara a modo de prólogo e introducción a lo que constituye el por qué de nuestra evangelización, tema y fun­damen­to de la misma; para dedicar también un apartado al cómo de la evangeliza­ción y del evangelizador, materia que pienso ex­poner y desgranar, para aportar mi grano de arena en la maravil­losa tarea que implica por completo nues­tras vidas.

No hay duda que del tema y materia de evangelización, emanan e irrum­pen las más fuertes y convincentes motivaciones y estímu­los que constituyen el por qué de la misma. Como también de la misma esen­cia y raíz de la evangelización, brotan y se desprenden las múltip­les formas, métodos, pericia y acierto en aplicarla, que constit­uyen el cómo hacerlo.

No obstante, como el temario o materia sea de dominio más general y asequible al estudioso hombre de oración, voy a exponer antes, brevemente, el cómo de la evangelización y más concreta­mente del evangelizador.

Sencillamente en mi pobre opinión y porque muchos me lo pidieron, quiero aportar lo que considero que debe constituir e in­tegrar como el equipo de viaje y guía del apóstol y misionero de Cris­to, por estos mundos de Dios, su actitud y tala­nte en esta coyun­tura en la que el Señor de las mieses ha querido que incidieran nuestras vidas en su Histo­ria de Salvación.

Coincidencia y oportunidad que todos asumimos con un Fiat unánime y concelebramos con un Magnifica rebosante de gozo que colma nuestras vidas y generaciones.

-Tomado de Pregón del Evangelizador-

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